Estaba en la consulta del dentista cuando se inició una de las aventuras más apasionantes de mi vida. En una de las revistas que había sobre la mesa de la sala de espera un titular llamó poderosamente mi atención: “Las últimas tierras vírgenes del planeta”. El reportaje hablaba sobre Venezuela, sus selvas, etnias indígenas, su fauna… En ese momento comenzó una larga labor de documentación que un año y medio después me llevaría, junto con mi hermano Andrés Biosca y mi amigo José Luis Álvarez, a navegar el Orinoco desde su nacimiento hasta su desembocadura.
Fiebre amarilla y malaria, los peores peligros |
Nuestra visión del Orinoco desde el avión nos había mostrado un río inmenso, que serpenteaba lánguidamente por los llanos. Pero en el Alto Orinoco el río tenía unos pocos metros de anchura y giraba una y otra vez en infinitos meandros rodeados de una selva que se extendía por cientos de kilómetros en cualquier dirección. Así el primer día de travesía, después de montar el kayak ante la divertida mirada de los yanomamis, tan sólo nos acercó 23 kilómetros a nuestro primer waypoint. El GPS nos decía sin embargo que habíamos remado casi 60 kilómetros. Aquello fue un mazazo para nuestro ánimo. Las muchas vueltas del río habían multiplicado por tres la distancia que deberíamos recorrer…
La aventura exigió más de 2.500 kilómetros de navegación |
¿Sería siempre así? En tal caso no podríamos lograr nuestro propósito. Los días siguientes nos obligaron a reconsiderar nuestra aventura. Contábamos con remar de 8 a 10 horas al día para recorrer entre 60 y 70 kilómetros por jornada, pero resultaba imposible remar a partir de las 11 de la mañana por el calor excesivo. Quizás hubiésemos podido hacerlo, pero no si la distancia se multiplicaba como lo hacía. Los tres miembros del equipo nos reunimos para tomar una decisión. Nos habíamos marcado cuatro objetivos en el viaje. El primero recorrer el Orinoco; el segundo hacerlo remando; el tercero grabar un documental de la experiencia; y por último disfrutar. La única forma de cumplir los otros tres era olvidarnos de remar. Nos parecía que hacerlo por otros medios sería como hacer trampa, que se perdería la magia de la aventura. Pero aunque nos costó aceptarlo no tuvimos otra opción y además nos equivocábamos, la aventura seguía allí. Además dispondríamos de más tiempo y así podríamos explorar algunos de los afluentes más importantes del Orinoco. Entre ellos uno que suponía una peculiaridad única, una anomalía geográfica que ofrecía un abanico casi infinito de aventuras futuras.
Caimanes, tapires, pirañas, guacamayos o nutrias gigantes |
A unos pocos kilómetros de la localidad yekuana de Tama-Tama, se encuentra el Caño Casiquiare, un brazo fluvial que comunica el Orinoco con el Río Negro, afluente del Amazonas. Dependiendo de la época del año la corriente del Casiquiare fluye en un sentido o el opuesto, funcionando como afluente de uno u otro río. El caño fue descubierto en 1744 por el sacerdote jesuita Manuel Román y fue explorado más tarde por Alexander Von Humboldt. Fue allí donde navegamos por última vez en nuestro kayak y donde pescamos nuestras primeras pirañas, que en contra de lo que dice la leyenda, no fueron más peligrosas que cualquier otro pez.
Exploramos también el Cunucunuma y el Parque Nacional Duida Marawuaca, con el impresionante Cerro Duida y el fascinante Tepuy Huachamacare. Disfrutamos con la presencia de guacamayos, nutrias gigantes y toninas, los delfines de agua dulce. Acariciamos un tapir y convivimos con enormes cucarachas color chocolate de largas antenas. Comimos agutí, que allí llaman lapa y fuimos a la caza fotográfica de las babas (caimanes).
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