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, 14:17

The Running Gourmet - 1

Por Hector Sanmiguel - Comentar
Entro en el restaurante acomodándome la boina y fijándome el pantalón a la cintura, para una comodidad sin límites. De medio lado uno de mis ojos mira a la camarera con camaradería, mientras el otro no le presta ninguna atención. Con dos dedos en el aire y casi sin palabras, sin comprobar siquiera su aprobación, pido dos cervezas de la mejor calidad. Las cervezas llegan rápidamente hasta mí tras un trapo que limpia la cristalina y usada superficie por encima de la barra de madera oscura, tras la que se refugian un hombre gordo, barbudo y pelirrojo, y su encantadora hija, que no para de sonreírme mientras deja caer el chorro de fría cerveza hacia las jarras que beberán otros hombres.
Mi barba arreglada y los zapatos brillantes sobre los que me sostengo reflejan una preparación y una estrategia bien medida. Bebo las dos maltas seguidas y como ya no tengo sed, pido un chuletón. Mientras, el contador del parking más caro de la ciudad sigue aumentando los dígitos del precio que deberé pagar para sacar de allí un vehículo que no es mío. Sin apenas haber acabado el último pedazo de suculenta carne, dejo caer un billete superior al importe de mis antojos; no me preocupo. La sonrisa de la hija del barbudo pelirrojo se lleva aquel trozo de inservible papel con un cuidado exquisito.
Tras un encuentro con unos labios carnosos, conduzco completamente de noche por interminables rectas que cruzan los campos castellanos sin más compañía que la música del CD que me regaló un amigo, donde la ópera y el rock se mezclan con soberbia delicadeza. La firmeza del volante y el gran recorrido del pedal para acelerar me llevan a casa en un abrir y cerrar de ojos. Con un olor que no consigo reconocer duermo cálidamente entre un colchón viscolástico y un edredón profundamente blanco.

Sentado en la parte trasera del taxi, las capacidades de cualquier individuo pueden alcanzar cotas máximas. Hablar demasiado y sobrevalorarse temporalmente debido al medio son actos mundanos y llenos de humanidad. Comprar billetes de avión con la batería del smartphone a punto de agotarse nunca da sensación de poderío, pero tampoco lo da que el vehículo que te prestaron muriera en mitad de La Mancha camino del Mediterráneo y que tu siguiente transporte fuera una grúa azul destartalada. Deshago las maletas mientras traspaso lo imprescindible a una mochila de correr y descargo los billetes de avión. Duermo en el autobús que se dirige al aeropuerto, en el retrete de los aseos de facturación, en la puerta de embarque, y cuando el avión alcanza los 8.000 metros. Dormir por debajo de esa altura, siempre ha sido un despropósito.
Aterrizo en Mallorca como si lo hubiera hecho en cualquier otro sitio del extranjero. Guardo la cazadora para el regreso y me enfundo los pantalones cortos. Tres días después había corrido de lado a lado unas de las montañas más bonitas de Europa, con el mar en las pupilas, el sol en la espalda y un buen rebaño de cabras y guiris sonrojados alrededor. Cuando te atienden en inglés en un lugar al que has accedido sólo con el DNI es que algo no funciona. El clima templado atrae a ingleses, alemanes y a los de Burgos como a los insectos una bombilla.

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